Steve Jobs donó sus altavoces favoritos al laboratorio de sonido de Apple. Hoy siguen marcando el estándar invisible que define cómo suena Apple
Publicado el 23/06/2025 por Diario Tecnología Artículo original
Recuerdo perfectamente lo primero que me llamó la atención cuando entré al laboratorio de sonido del Apple Park. Fueron unos altavoces. Altavoces grandes, solemnes, perfectamente posicionados, como si fueran piezas de museo aún en activo. A su lado, la mítica foto de Steve Jobs en su primera casa sin muebles, escuchando música con un tocadiscos. Aquello era importante. Busqué con mi iPhone información sobre ellos: eran los Monolith III de MartinLogan, y lo más increíble no era su diseño, ni su precisión, sino su procedencia.
Esos altavoces, según me contaron allí mismo, habían sido de Steve Jobs. El mismo Jobs que en los años 2000 se obsesionó con la calidad sonora del iTunes Store y que quiso que los primeros iPod no solo fueran revolucionarios por su tamaño, sino por su sonido. Esos altavoces no estaban allí sólo como decoración: fueron donados personalmente por Steve Jobs y eran parte del ADN fundacional del Apple moderno.
Recordé entonces lo que significaba la música para Apple y para muchos de nosotros. No como un lujo, sino como una forma de estar presente en el mundo. Con los iPod, Jobs no vendía MP3, vendía sensaciones comprimidas en 160 kbps que nos hacían sentir vivos en el tren, en la calle, en el trabajo. Aquellos que alguna vez conectamos nuestros primeros iPods a altavoces externos sabíamos que todo podía cambiar con una canción bien reproducida. Ver esos Monolith III en este laboratorio iba más allá de la anécdota - era una declaración de principios. Un testimonio físico de que en Apple, el sonido sigue fue y siendo algo sagrado.
Los Monolith III y la pureza sonora como obsesión

Un laboratorio no parece un lugar de culto, pero aquí sin duda lo es. Es el sitio donde se mide y se moldea la emoción, donde el sonido se afina con obsesión casi artesanal. Y en su misma entrada, esos altavoces, casi como un altar - justo en la entrada. Nos recuerdan que el audio en Apple no es una función más, sino el canal por donde transita buena parte de nuestra experiencia emocional. Jobs lo sabía. Y por eso, aquellos altavoces suyos no están guardados en una vitrina, sino que siguen funcionando. También escuchando. A la vista, y los oídos, de todos los que entran a trabajar en ese lugar - que es precisamente de donde sale cualquier dispositivo de la marca que tenga un altavoz en él.

Hablar de los MartinLogan Monolith III es como volver a un momento exacto en la historia del sonido audiófilo, donde lo imposible parecía alcanzable. Estos altavoces no fueron simplemente construidos, fueron esculpidos con la idea de redefinir lo que entendemos por alta fidelidad. Cada componente, desde sus transductores electrostáticos híbridos hasta su imponente crossover de 3 vías, fue diseñado sin ninguna concesión. El panel electrostático CLS (el corazón de la filosofía sonora de la marca), con su diseño curvado patentado, logra una dispersión sonora uniforme que abraza la sala como una ola invisible de precisión sonora. A esto se suma un woofer de 12 pulgadas en recinto sellado, capaz de responder desde los 28 Hz con una claridad y pegada casi quirúrgicas.

No es casualidad que Steve Jobs eligiera los Monolith III para su escucha personal. La búsqueda casi espiritual del detalle, de la autenticidad del sonido, encuentra en estos altavoces un compañero fiel. Su sensibilidad de 89 dB y su capacidad de manejo de potencia de hasta 200W RMS por canal hacen que se sientan cómodos tanto con un delicado cuarteto de cuerda como con una sinfonía completa a todo volumen. Pero lo más importante no es su potencia, sino su transparencia. Los Monolith III no embellecen la música, simplemente la presentan tal como fue grabada, revelando cada matiz, cada imperfección, con una honestidad brutal. En un mundo donde muchos sistemas intentan complacer al oyente, estos altavoces tienen la integridad de mostrarle la verdad.
La importancia de estos altavoces en Jobs se reflejó en los productos de la época y siguen haciéndolo hoy en día. En los años en los que Apple trabajaba en la transición hacia el audio digital, necesitaba referencias claras, inamovibles. Los Monolith III eran utilizados también en estudios de grabación profesionales y por ingenieros de sonido que exigían lo máximo. Colocados estratégicamente en el laboratorio, permiten una evaluación precisa del resultado final de productos como los AirPods, los HomePod o incluso los micrófonos del iPhone. Son la “piedra Rosetta” sonora de Apple. La línea base contra la que se mide todo lo demás.

Es fascinante pensar que una pieza de ingeniería norteamericana, nacida en los laboratorios de Kansas a finales de los años 80, siga resonando con tanta autoridad décadas después. Pero así es el verdadero diseño sonoro: no entiende de modas, sino de convicciones. En MartinLogan no buscaban simplemente construir altavoces: querían reinventar cómo se reproduce el sonido. Y lo lograron con los Monolith III, un monumento al detalle, al silencio entre las notas, a la honestidad de la música sin filtros. No es de extrañar que se les relacione con figuras tan obsesionadas con la pureza como Steve Jobs.
Fantasia Lab como el simulador definitivo de la vida real

Uno de los espacios más fascinantes del recorrido fue sin duda el Fantasia Lab, un nombre que evoca mundos de magia sonora y no está nada lejos de la realidad. Este laboratorio es, en esencia, una cámara inmersiva formada por 50 altavoces distribuidos milimétricamente. La idea es simular ambientes reales con una fidelidad tal que uno podría jurar que está dentro de un restaurante abarrotado, en un vagón de tren o caminando por una calle de Nueva York en hora punta. Es un entorno diseñado para probar funciones como Transparencia, Cancelación Activa de Ruido o el recientemente mejorado Detección de la conversación, el sonido no solo se escucha, es completamente real.
Lo pude probar en persona y la inmersión sonora es increíble. La sensación de estar en una cafetería transitada, platos chocando en la barra, conversaciones de diferentes procedencias, pequeños matices sonoros que son más propios de la realidad que de un estudio. Las pruebas en esta máquina sin duda son cruciales para los auriculares de Apple y la capacidad de moldear diferentes espacios sonoros en cualquier parte del planeta les permite probar literalmente cualquier situación posible.
Este laboratorio representa una forma interesante en la forma en que entendemos el audio hoy en día, en tiempos de la IA. No se trata solo de que suene bien, sino de que se comporte inteligentemente. Apple no quiere que simplemente oigamos, quiere que escuchemos lo importante, en el momento justo, incluso cuando el entorno es hostil. En el Fantasia Lab se comprueba si la tecnología cumple esa promesa. Y después de haber estado allí y haberlo probado, vaya si lo hace.
De las consolas analógicas al estudio portátil en nuestros oídos

Entrar al estudio de grabación profesional del Audio Lab es como sumergirse en un templo clásico del sonido. Micrófonos de condensador de gran diafragma colgados con precisión, mesas de mezcla con faders físicos, racks de preamplificadores a válvulas… todo grita “audio profesional”. Es el tipo de lugar donde uno esperaría encontrar a Trent Reznor grabando una pista o a Hans Zimmer orquestando una nueva banda sonora. Pero en Apple, este espacio tiene otro propósito: servir de referencia para miniaturizar esa calidad y llevarla al bolsillo.

Con el lanzamiento de la grabación de calidad de estudio en los AirPods, Apple ha conseguido replicar parte de esa experiencia de audio profesional en entornos cotidianos. Combinando un diseño de micrófonos altamente direccional, reducción de ruido basada en aprendizaje automático y separación de fuentes al estilo de lo que ya vimos en el modo Cinemático del iPhone, han logrado algo que parecía imposible: capturar voces o sonidos con claridad asombrosa sin necesidad de estar en un entorno tratado. Lo que podemos probar hoy en día en nuestros AirPods es contundente: una grabación hecha con AirPods en un parque, llena de niños jugando, bicicletas pasando, y aún así, la voz principal se escuchaba como si estuvieras en una cabina de estudio.
El silencio absoluto como laboratorio invisible de emociones

La joya escondida del laboratorio es la Longwave Chamber, una cámara anecoica tan precisa que el simple acto de entrar en ella cambia tu percepción del sonido. El suelo está suspendido. Las paredes, el techo y el suelo están cubiertos por conos absorbentes que eliminan hasta la más mínima reverberación. No hay eco, ni resonancia, ni vibraciones. Es, literalmente, el lugar más silencioso del planeta (y que yo haya estado en mi vida). Una experiencia que desconcierta en los primeros minutos.
Este espacio no está construido sobre el mismo cimiento que el resto del edificio. Está aislado por muelles gigantes para evitar cualquier tipo de interferencia acústica o vibración. Aquí, Apple prueba el comportamiento más puro de sus productos de audio. Desde el ruido que genera el cierre de la tapa de los AirPods hasta la respuesta espectral de los micrófonos del HomePod mini. Es un espacio donde se mide lo que no se oye, pero que sí lo que se siente. Es el silencio lo que se convierte en herramienta de precisión.

Y es que Apple no se conforma con que algo suene bien, ni siquiera con que suene espectacular. Lo que persigue es que suene como debe, con esa naturalidad que no se puede fingir, con una presencia que no necesita alzarse para hacerse notar y con una intención tan meticulosamente medida que cada frecuencia tiene un propósito. Esa búsqueda empieza en lugares como esta cámara anecoica, un espacio absolutamente ajeno al mundo exterior, donde el sonido no rebota ni se escapa, sino que se desnuda por completo, permitiendo que los ingenieros lo estudien con la precisión de un cirujano que opera con bisturí de ondas y espectros.
Salir de allí fue como reaparecer en una realidad distinta, como si los oídos necesitaran adaptarse de nuevo a la imperfección sonora del mundo cotidiano, y en ese tránsito entendí que Apple ha interiorizado algo que muchas marcas todavía pasan por alto: que en un entorno saturado de estímulos, donde cada segundo alguien quiere captar nuestra atención con más volumen o más efectos, el silencio bien utilizado puede hacernos comunicar de una forma más profunda.
Cuando el sonido cuenta una historia que empieza en Apple y termina en nosotros

Salir del laboratorio no fue simplemente abrir una puerta y caminar hacia el pasillo, fue un cambio de atmósfera que arrastraba también algo más profundo, como si cruzar ese umbral implicara dejar atrás una forma de percibir el mundo para regresar a otra, más cotidiana pero ya alterada por lo vivido. Durante la visita no solo observé tecnología, aunque había mucho de ella y en sus formas más refinadas, sino que también vi una filosofía que se manifiesta en los gestos pequeños, en cómo cada micrófono se alinea con un propósito y cada altavoz se calibra no para sonar fuerte sino para sonar justo. Apple no trabaja el audio como una función más - lo aborda como un vehículo de emociones, como la interfaz invisible que conecta a las personas no solo con sus dispositivos, sino entre sí, porque detrás de cada nota bien reproducida hay una intención, un guiño, una historia que espera ser contada con fidelidad.

Y fue inevitable que la mente viajara. Me vi de nuevo abriendo la caja de mi primer iPod, deslizándome esos primeros auriculares blancos que en aquella época eran casi una declaración de principios, recordé el instante en que encendí el primer HomePod en casa, aquella mezcla de curiosidad y asombro al escuchar cómo llenaba la habitación con una calidez inesperada, o la vez que, en una mañana lluviosa en Madrid, los AirPods me aislaron del mundo justo en el momento que más lo necesitaba, como si entendieran que esa canción tenía que sonar ahí y no en otro sitio. Y entonces comprendí que todos esos instantes, esos pequeños universos personales, nacieron o pasaron por este laboratorio, donde cada decisión sonora se toma con una precisión quirúrgica y una sensibilidad que no aparece en ninguna hoja de especificaciones.
Es en ese punto donde el lugar revela su verdadero significado: no estamos ante un espacio frío de pruebas técnicas, sino ante una especie de santuario moderno, donde se moldea no solo el audio sino también la memoria sonora de millones de usuarios. Aquí, cada decibelio no se ajusta por capricho ni por moda, sino por su capacidad de transmitir algo que no se puede medir con instrumentos: intención, emoción, empatía. En estos laboratorios, la tecnología se difumina y se convierte en emoción pura, casi como si la ciencia diera un paso atrás para dejar hablar al corazón. Apple lo entiende. Jobs lo sabía. Y tal vez por eso sus altavoces, como centinelas del detalle, siguen escuchando en silencio, afinando el mundo, esperando ese momento preciso en el que alguien se ponga unos AirPods y descubra, sin saberlo, que lo que está oyendo no es solo sonido, sino algo que llevaba tiempo esperando sentir.
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